Imagínese, por un momento, que Dios, con la personalidad que debería tener y acompañado de todos los atributos que se le suponen, se presentara ante la humanidad. La experiencia sería tan extraordinaria que se conmovería todo el orbe. Comenzando por los ateos acérrimos y los herejes más incorregibles, y terminando por las religiones y doctrinas más contumaces y descabelladas, todos se sentirían atraídos hacia el infinito magnetismo de la realidad divina. Las naciones más poderosas se postrarían incondicionalmente ante el infinito poder de la omnipotencia y la omnisciencia. En lo sucesivo ya no habría más discusión ante la Verdad absoluta. Realmente, si dedicamos un minuto a pensar en un suceso así, nuestra mente nos transportará envueltos en sensaciones indescriptibles.